Fue en 2002 cuando David Nalbandian protagonizó la final del torneo más importante del mundo sin haber pisado jamás el pasto como profesional e, incluso, sin haber jugado siquiera en la cancha central del All England hasta aquel partido decisivo con el australiano Lleyton Hewitt. Más allá de su tremendo talento para actuar en cualquier superficie, el cordobés pareció decirles a sus compatriotas con aquella histórica actuación en Wimbledon que el césped no era un cuco y que sólo había que animarse.
Claro que para encarar los desafíos hay que, en principio, aceptarlos. Y para ello hay que competir en pasto. Suena simple en la teoría. Pero no lo es en la práctica.
Arrancó la gira de césped y en los cuatro torneos (dos del circuito masculino y dos del femenino) no hay argentinos. Muchos esgrimen que el polvo de ladrillo consumió todas las energías y que es necesario volver a casa para recargar las pilas. Y es verdad. Pero que no haya nadie en Stuttgart, ‘s-Hertogenbosch (comparten el cartel hombres y mujeres) y Nottingham llama la atención. Jugadores como el australiano Alex de Minaur o la tunecina Ons Jabeur, ambos top ten y cuartofinalistas en Roland Garros, buscaron la adaptación rápida a una superficie absolutamente diferente al polvo de ladrillo (golpes más planos, velocidad del juego más rápido, piques más bajos y, por ende, un centro de gravedad distinto y, como consecuencia, flexiones más pronunciadas).
Habrá dos semanas más de acción antes de llegar a Wimbledon. Es cuestión de probar y animarse. Como hizo Nalbandian.