Se lo ve distinto por estos días a Roland Garros. Raro. Teñido de celeste y rosado, colores que no son los suyos, sino los de París 2024. Aunque en algunos rincones del predio todavía se divisan el anaranjado y el verde, que se asocian instintivamente con el Abierto de Francia, uno de los cuatro torneos más importantes del calendario tenístico. Pero aún en esta versión olímpica del místico club de Bois de Boulogne, Rafael Nadal sigue siendo el Rey. Fue evidente este sábado, en el debut del mallorquín junto a su compatriota Carlos Alcaraz en el torneo de dobles, en el que vencieron por 7-6 (7-4) y 6-4 a los argentinos Máximo González y Andrés Molteni. Todos llegaron allí para verlo a él, que tendrá su último baile (al menos en ese evento multitudinario, que se celebra cada cuatro años) sobre el polvo de ladrillo en el que gritó campeón catorce veces.
Una postal del final del primer set dejó claro que Nadal es amo y señor acá, sobre todo en el Philippe Chatrier, que con su techo retuvo a la molesta lluvia para que no se tuviera que postergar el partido. La dupla argentina se preparaba para sacar con el marcador 5-6 en contra, con el objetivo de forzar el tie break, cuando los espectadores improvisaron una ola, que dio vueltas al estadio varias veces, retrasando el inicio del game. Y cuando parecía que nunca se iba a cortar, Rafa levantó los brazos como agradeciendo, aplaudió, y consiguió lo que el umpire no había logrado con varios «s’il vous plait» (por favor) al micrófono. Que todos bajaran las manos y permitieran el saque de Molteni.
Con la mayoría de la jornada cancelada por el mal tiempo y los dos duelos más atractivos programados en los primeros turnos -temprano ganaron Iga Swiatek y Novak Djokovic, máximos favoritos, y también Alcaraz en su debut en el singles- pasadas las 15, todo giraba en torneo a la presentación del ganador de dos medallas de oro (singles en Beijing 2008 y dobles, con Marc López, en Río 2016).
Poquito a poquito empezaron a aparecer las banderas rojas y amarillas en el club. Y también alguna argentina. Aunque no había dominio de ninguna, porque lo que despierta Rafa en la gente es tan grande que excede nacionalidades. Si hasta la mayoría de los franceses, que habían sido bastante hostiles con los atletas albicelestes en otras competencias (el rugby, sobre todo), se olvidaron de esa antipatía para disfrutar del show del 22 veces campeón de Grand Slams y se escucharon pocos silbidos en contra de González y Molteni.
Incluso hubo argentinos que se «vendieron» y aseguraron en charla con Clarín que, por mucho dolor que les causara hinchar en contra de sus compatriotas, Nadal es Nadal. Más en unos Juegos Olímpicos. Y más aún en este escenario. Otros, indecisos, no supieron que bandera colgarse. Aunque la mayoría afirmó que «la celeste y blanca antes que todo y todos».
A los españoles, obviamente, ni hubo que preguntarles. Bastaba acercarse y mostrarles un grabador o un micrófono para que estallaran los coros de «Vamos, Rafa». Algunos, solo algunos, se acordaban que también Alcaraz iba a jugar, pero no por poco amor por el murciano.
Rafa devolvió todo el cariño con un enorme partido. Salió a la cancha enchufadísimo. Es más, cuando minutos antes del inicio, la voz del estadio presentó a Billie Jean King, que de visita en los Juegos se llevó una enorme ovación, detrás de la pequeña figura de la leyenda estadounidense, que estaba parada en la boca del ingreso al estadio, se podía ver al mallorquín a puro salto.
Y poco después, jugó a ritmo frenético y hasta tiró algo de magia. Como en el tercer game, cuando una pelota lo encontró un poco desacomodado, pero se las ingenió para golpearla de espalda, a la carrera, y conectar una volea ganadora.
Contar todas las veces que la gente deliró, cantó y celebró algún punto y alguna genialidad de Nadal en un duelo de una hora y 47 minutos llevaría demasiadas líneas para esta nota. Y describir los momentos en los que el disfrute se vio reflejado en el rostro del jugador también.
Desde que entró en escena, con las manos en alto y ubicó sus cosas en le banco, con la meticulosidad de siempre -toalla al suelo, para no ensuciar de más el blanco bolso, y botellas perfectamente alineadas-, hasta que lanzó un grito al aire, tras sentenciar la victoria. En cada punto ganado, en cada choque de manos con Carlitos. Incluso cada vez que no pudo conectar la pelota como deseaba o le tuvo que dar ánimos a su compañero tras una equivocación. Fue claro que Nadal disfrutó cada segundo.
Algo que llamó la atención al verlo junto a Alcaraz en acción por primera vez: lo parecido que se mueven. Tras el sorteo, los dos pegaron el mismo pique hacia el fondo, como en espejo. Los dos apretaban el mismo puño para celebrar, a pesar de que no juega con la zurda y el otro con la derecha. Y los dos adoptaron la misma pose cuando el pase a la segunda ronda estaba sellado. Casi como haciéndolo un guiño al público para asegurarles que habrá un español rey de Roland Garros por mucho tiempo.
Igual, no habrá nunca nadie como Nadal. El público francés y de todos los países lo saben. Por eso, no se quisieron perder el comienzo del último baile del mallorquín en unos Juegos Olímpicos. Y por eso, este sábado, aún en un Philippe Chatrier vestido de olimpismo, Rafa fue el centro de una fiesta inolvidable.