Algunos dicen que en Olavarría hace más frío que en la Antártida. Exageraciones al margen, aquellas mañanas heladas calaban los huesos con ese frío que parecía penetrar desde la tierra, pero que se detenía ante el calor de la pasión por el automovilismo. La de aquellos se hierven la sangre por el vértigo de sus ídolos.
Esa fría mañana del 8 de agosto de 2005, Juan María Traverso no se calzó el buzo antiflama para salir a competir por una de las series del Turismo Carretera. El Torino yacía guardado en el box, y el Flaco, con un pucho en una mano y el mate en la otra, dijo sin titubear: “No va más, hasta acá llegué”.
Cuando nadie lo esperaba, el gran ídolo del automovilismo argentino, el último de los grandes de esta popular actividad, colgaba el casco y se trasformaba en un ex piloto. Tenía 55 años. Era lógico. Pero no. Un ídolo parece que puede contra todo. Y el Flaco Traverso era un especialista en ganarle al tiempo. En cualquier categoría, con cualquier auto. Y esto, en definitiva, también era una pelea contra el tiempo. En la que él se lo veía imbatible. Lo que sabía hacer con una magistral precisión.
Traverso había nacido en la Ciudad de Buenos Aires el 28 de diciembre de 1950, el Día de los Santos Inocentes. “Fue un accidente, yo soy de Ramallo”, sostenía. Con su mirada pícara, contrastaba su personalidad con esa coincidencia. «Nací el Día de los Inocentes, eso nunca me favoreció, cumplía años, venía Navidad, Año Nuevo, después los Reyes, todo en días y recibía un solo regalo, me cagaban siempre», decía.
El Flaco construyó su majestuosa trayectoria al lado del TC. Cuando debutó en la popular categoría el 31 de octubre de 1971 en Pergamino, con apenas 21 años. Un pibe irreverente frente a los grandes de la época. Y de inmediato, supo ganarse un lugar de privilegio. Muy inteligente para aprender de quienes tuvo cerca. Escuchaba a Oscar Gálvez, pero anidó los conceptos de su compañero en el equipo oficial Ford, Héctor Luis Gradassi.
Tiempos de competencias en rutas. Cuando los pilotos arriesgaban todo para ganar una posición, o un registro. “Todos teníamos miedo. El que dice que no, miente. Algunos no dormían la noche anterior a cada competencia. Otros caminaban por los pasillos de los hoteles. Pero todos sabíamos que alguno de nosotros podía quedar en cada carrera”, se sinceró Traverso tiempo después, como un contrapunto de aquellos grandes que parecían intocables, pero que el Flaco mostraba el costado humano en su recuerdo. “Pero uno se siente inmortal arriba del auto. Nunca pensé que me podía matar en un auto de carreras. Me pegué muchas piñas fuertes, pero siempre creí que no me iba a pasar nada”.
Dotado por la naturaleza, no tardó en arremolinar a su alrededor a muchos hinchas enamorados de esa forma de correr, de encarar las carreras, que hizo que alcanzara la estatura de verdadero ídolo. Una figura de tamaña dimensión y preponderancia que hizo que gran parte de más de las tres décadas transitadas en el automovilismo lo contaran con la referencia ineludible.
«Fui un ganador por excelencia. No quise subestimar a nadie, siempre salí a ganar, y esa mentalidad me dio muchas alegrías y satisfacciones. También siempre tuve ‘culo’. La suerte, si o me hubiese acompañado, hoy no tendría tantos títulos», admitía.
Traverso fue el último prócer del automovilismo argentino. Además de sus cualidades técnicas, la personalidad lo puso en boca de todos. De aquellos fierreros que seguían cada uno de sus pasos, y de quienes se enteraban de él por sus declaraciones, por sus reacciones, por sus ademanes con cortes de manga o el dedo mayor en alto, y mal humor. Frente a los rivales, a los integrantes de su equipo, las patadas a la puerta del auto cada vez que las cosas no salían como su exigente mirada lo esperaba.
«Haber sido soberbio, puteador y muy calentón me llevaba a responder de esa manera cuando me atacaban. Y bue… es un defecto que tengo», comentaba. El 23 de mayo de 2004, bajo la lluvia de Río Cuarto en una fecha de TC, Traverso fue embestido por Gabriel Ponce de León. «Es un hijo de puta. Yo corrí con pilotos bravos en mi vida, pero con pelotudo como este, nunca. ¿Si lo voy a denunciar? Ma´ qué denuncia, lo voy a cagar a trompadas», se descargó. Aquella sanguínea reacción se popularizó tanto, que en el ranking de ringtones en los celulares, aquella frase estaba adelante en la elección de los usuarios..
“Yo era muy exigente conmigo mismo arriba del auto y pretendía que todos los que me rodeaban fueran iguales. Quizá por eso se producían esos chispazos. Pero en mi vida cotidiana soy más tranquilo”, confesaba ya desde la serenidad del retiro.
El Turismo Carretera vivió todas sus facetas. Allí se catapultó en la idolatría absoluta del automovilismo nacional, y también fue combativo frente a sus dirigentes. Fue campeón, cuando en los años 70 conducía en el poderoso equipo oficial Ford. Volvió en los años 90, con una apuesta fuerte y llevó a la eternidad aquel Chevrolet violeta que popularizó a una empresa postal, pegó portazos y abandonó a la categoría, y ya cuando su imagen estaba más allá de las marcas y los modelos, regresó embanderado con los colores patrios para recibir el cariño y respeto de todas las hinchadas.
“Ese fue el verdadero Turismo Carretera. El actual es un Sport Prototipo. ¿Es bueno o malo que ocurra esto? Yo siempre estuve en contra de la tecnología que anula al piloto. Hoy tiene más ayudas y estandariza a la actividad”, sostenía permanentemente.
Más allá del Turismo Carretera, interrumpió su campaña nacional para probar suerte en el Viejo Mundo. Sorprendió en Europa cuando compitió en la Fórmula 2 con el apoyo de Ford Argentina. Pero la economía, del país y la familia, no lo acompañaron y pegó la vuelta cuando la década de los años 80 amanecía.
Y fue allí donde aportó a la incipiente categoría que aparecía con los novedosos vehículos medianos: el Turismo Competición 2000. Más allá de contar con los coches modernos, la disciplina ganó en popularidad porque se aferró a las transmisiones en vivo desde los autódromos, en una época en la que el TC competía en ruta, sin TV.
Y esa popularidad que brindaba el TC2000 lo catapultó por fuera del automovilismo. Todos sabían quién era Juan María Traverso. Aquel que demostró imbatible con un vehículo que irrumpió el mercado automotriz nacional: la Renault Fuego. En una sociedad inigualable junto con Oreste Berta, el preparador que, sin dudas, es una de las mentes más brillantes de la Argentina, Traverso fue amo y señor de la actividad. En total (incluida aquella incursión con Peugeot 405 de la mano de Alberto Canapino y Jorge Pedersoli) salió campeón 7 veces y se adueñó de todos los récords.
Pero hay imágenes y momentos que trascienden y se meten en la historia cumbre del deporte argentino. Una de ella, aquella competencia del 3 de abril de 1988, cuando en General Roca, Río Negro, se impuso con la Fuego… prendida fuego. También supo llegar con el auto en tres ruedas y en carreras que no aparecía como candidato, se hacía fuerte para llevarse el protagonismo.
O cuando en Córdoba, el lugar por excelencia del rally, les ganó a todos, incluidos los pilotos dedicados a esa especialidad, en el recordado “Desafío de los Valientes”, con los Fiat Duna. También compitió en el Turismo Italiano y en la categoría A7 del Rally Mundial, entre otras disciplinas.
Ya con la decisión tomada (“Nunca me arrepentí de dejar el automovilismo, ahora disfruto de mis hijos y de mis nietos”, afirmaba), Traverso asumió la presidencia de la centenaria entidad Asociación Argentina de Volantes (AAV), la que protege a los competidores frente a los accidentes con la cobertura de salud.
Comenzó a realizar charlas sobre Seguridad Vial, con la campaña “Bajá un cambio”, elaborada por los autores del ciclo “TC2000 va a la Escuela”. Recorrieron buena parte de la Argentina con un mensaje concientizador, y luego continuó con esa labor representado a la AAV.
En los últimos tiempos, fue embajador de Toyota Argentina, acompañando a los equipos oficiales en las diversas categorías en las que competía, además de participar en las activaciones que la marca japonesa ejecutaba bajo la apasionada mirada del entonces presidente de la compañía, Daniel Herrero.
Murió Juan María Traverso. El gran ídolo que se mostraba invencible, que podía superar al tiempo derrotando registros y marcas, marcó una era inigualable, que no se repetirá. Jamás. Como en aquella fría mañana de Olavarría, cuando todos incrédulos se enteraban de la noticia de su retiro de las pistas, el estupor regresa. “No va más, hasta acá llegué”, había dicho aquella vez…
El Flaco. No habrá ninguno igual, ninguno