Del dolor y del llanto estremecedor a la felicidad absoluta. Lionel Messi llegó al título número 44 y se transformó en el futbolista más ganador de la historia. Pero el hombre que más finales disputó (43) y ganó (31) no la pasó nada bien en una noche que había comenzado muy negra para él. Parecía maldito el domingo por el esguince de tobillo derecho que lo sacó del campo en el complemento. Entregó todo hasta donde pudo la Pulga. Y sus compañeros le regalaron el triunfo por 1-0 que se transformó en la cuarta corona en la Selección Mayor.
Hace más de una década, el escritor Hernán Casciari dijo que Lionel Messi era un perro. Un humano perro. Tenía mucha razón su argumento, fundado en el desempeño del mejor futbolista de todos los tiempos. Y hoy, a la distancia en Miami, solo queda ratificar esa idea.
No solo por los detalles de su mirada de amor a la pelota, sino también por el tiempo que perduró en la cima del fútbol. Más de 20 años, lo que suele vivir en promedio un perro de raza pequeña. Como Messi, el de las inyecciones en las piernas para ayudar a su crecimiento, el de los goles imposibles, el esposo y padre de familia, el vergonzoso de los elogios, el campeón del mundo, el tipo común.
Ese mismo que rompe en un llanto desconsolado como un nene de 10 años que no pudo seguir jugando porque le sacaron cuando se vio obligado a salir a los 19 minutos del complemento en la final ante Colombia por lesión. Una imagen que paralizó a todos en el estadio (se vio por las pantallas gigantes).
Porque, como aquellos que tienen a los perros como mascotas, Messi fue muchas veces el cable a tierra. El responsable de las alegrías o las tristezas, el que hizo salir a la gente abajo de la lluvia un día frío de julio para pedirle que no se vaya de la Selección, que siguiera probando. Y, nobleza obliga, gracias a quien sea necesario agradecer por haberlo convencido de hacerlo.
Esa sensación de vacío por saber que llega el final de su camino, a los 37 años que cumplió durante esta Copa América, es inevitable. Por eso, como repitieron durante todo este torneo los propios protagonistas, lo único que buscó fue disfrutar. Ni siquiera la incertidumbre por esa contractura fuerte contra Chile lo hizo claudicar. Se la jugó a poder tener una lesión más grave, pero no quiso ver desde afuera los cuartos de final ante Ecuador.
Hasta que lo frenó el tobillo derecho en el momento menos pensado. La noche no había empezado bien para Leo. La sonrisa, esa que demuestra que está disfrutando de cada instante desde la entrada en calor, no estuvo. Apenas salió al césped del Hard Rock Stadium miró a las tribunas semivacías y se percató de que algo no estaba bien. La preocupación le invadió la mirada mientras se movía a las órdenes del profe Luis Martín. Hasta que se acercaron Ayala y Samuel para explicarles a los jugadores que había problemas afuera y que el partido se atrasaría un rato largo.
El fastidio pareció acompañarlo al salir de nuevo junto a sus compañeros cuando todo ya se había calmado. Siempre mirando hacia las butacas para buscar a los suyos, Leo no mostró muecas de disfrute en el calentamiento.
El primer tiempo tampoco resultó satisfactorio. A los 35 minutos a los argentinos se les heló el corazón a pesar del sofocante calor aquí en la siempre húmeda Miami. Messí desbordó por la izquierda y cuando intentó tirar el centro se le torció el pie de apoyo, el derecho. Quedó tirado afuera del campo y rodando del dolor se metió adentro. Los médicos lo asistieron. Le dolía. Mucho. Tardó en reponerse. Se recuperó pero después de la primera que volvió a tocar miró al banco e hizo una seña de precaución. Lautaro Martínez se empezó a mover en el banco inmediatamente.
Aguantó hasta el entretiempo. La incertidumbre se mantuvo durante el largo descanso. Pero el show de Shakira le jugó a favor al ‘10’. Los 25 minutos de intervalo fueron oportunos para él y salió a jugar el segundo tiempo. Pero…
Una daga se le clavó en el maldito tobillo diestro en una corrida junto a Luis Díaz. Quedó tirado, inmóvil. Los médicos entraron y pidieron el cambio en seguida. Messi se levantó sin su botín derecho, al cual revoleó cuando estaba llegando al banco. Se sentó y ahí no pudo soportar tanto dolor, en el tobillo, pero mucho más en el corazón. Lloró como nunca. O, mejor dicho, como después de la tercera final consecutiva perdida, en 2016. “¡Messi, Messi!”, lo reverenció el público a modo de consuelo.
Con hielo en la zona y los ojos empañados, siguió lo que quedaba del tiempo regular sentado. Luego, ya sin hielo, más calmado y con el tobillo hinchado, Leo vivió el tiempo suplementario con los nervios de un hincha más. Hasta que el gol de Lautaro Martínez le liberó la sonrisa por primera vez.
Todos fueron a celebrarlo con él. El capitán gritó y se desahogó. Una final más. Un título más. Esta vez con el punto negro de terminar de sufrir desde afuera. Poco importa ya. El dolor se convirtió en otra alegría, el bicampeonato de América, para este humano perro que es sin dudas el mejor amigo del fútbol.