Esas lágrimas le estallaron en la cara y casi lo ahogan de pena. Al “pibe” le habían sacado la pelota y no había desconsuelo más grande ni congoja más profunda: debía dejar su lugar a otro compañero. ¿Qué había detrás de ese llanto si ya ganó todo lo que un futbolista puede ganar, si ya hizo feliz a dos o tres generaciones y a las que vienen detrás para mantener con vida su leyenda de genio de todos los tiempos, en su país y en un mundo que no deja de mimarlo a donde quiera que vaya, aupado en tantos recitales de magia, fútbol y goles, que ya llevan dos décadas de resplandores en continuado?

Cuando rodó por tierra a los 20 minutos del segundo tiempo de la final de la Copa América ante Colombia en el Hard Rock Stadium de Miami, sin que nadie lo tocara, es probable que haya entendido lo que pasaba antes que nadie. Su cuerpo le estaba avisando, una vez más, la más dramática de todas, lo que no queremos imaginar, ni ver ni escuchar. Las “batallas finales”, como él mismo las viene definiendo, ya están entre nosotros.

Hay un solo Dios que puede vencer en un mano a mano a quien juega como si fuese una divinidad. Cronos, el dios del Tiempo, sabe que lleva ventaja. Todavía se puede comer uno que otro caño, sufrir desaire ante una gambeta o quedarse petrificado ante un tiro libre al ángulo, pero sabe que puede sentarse y esperar todo lo que Leo necesite para prolongar su gloria: conoce el resultado final de ese duelo imposible de esquivar.

Con ese tobillo es probable que se haya lastimado más que algún ligamento. Quizá su propia alma: todos vimos lo que le costó abandonar a su equipo, esos Muchachos que lo adoran y lo reverencian, que ya habían empezado a demostrar, ante una Colombia cada vez más desorientada, que estaban rumbo a levantar una nueva Copa, que lo confirmaría a él mismo como el futbolista más ganador de la historia, entre otros tantos y tantos oropeles de la gloria rendida a sus pies.

Cronos deberá estar muy atento con Leo. Puede que sufra todavía uno que otro desplante aislado ante ese delicioso arte de embaucador que el titán rosarino despliega en estos desafíos crepusculares. Como ocurrió en los dos pases magistrales determinantes en el 2-0 a Canadá en la ronda clasificatoria de la Copa, Messi todavía se las ingenia para hacerse ver cuando ensaya sus tropelías de potrero, porque sintetiza aún hoy lo mejor y más bello que tiene el fútbol. Hacer felices y sembrar asombro en las vidas ajenas. Mucho de ese arte lo acompañó hace dos años en los desiertos qataríes. Parecía que Leo ya estaba entonces en el umbral de ese territorio sagrado, que pocos transitan, aquel inolvidable 18 de diciembre de 2022 en el que cruzó esa puerta, se vistió de mito y le hizo creer a Cronos que ya era hora. Hasta él, en medio de la euforia, le avisó a su familia en el lenguaje universal de las señas, aquel famoso “¡Ya está, ya está!”. ¿De verdad se va a ir así, como ahora, por un tobillo deformado, desde el banco y no con un last dance a su altura?

Lionel Messi ¿y su último baile con la Selección? Foto: APLionel Messi ¿y su último baile con la Selección? Foto: AP

Además, todavía le debemos la gratitud final de haber demostrado que para ser un héroe global, querido por todos los públicos, admirado por los más grandes de cualquier actividad, deportiva o no, que supo hacer del Olimpo de los héroes un lugar a su medida, que no hace falta ser un compadrito con vocación de barrabrava ni putear a cámaras como un ídolo rabioso. O dejarnos llevar por ese reflejo ancestral que nos impulsaba a seguir liderazgos prepotentes antes que a copiar talentos silenciosos, moldeados en la fragua de la humildad, la vocación de superarse día a día y la tenacidad para no rendirse jamás.

A los 35, cuando casi todos los cracks se hacen recuerdo o son sombras del ayer, aquel festejo qatarí lo liberó para siempre del peso de una carga injusta. Cronos lo viene esperando para celebrar el último asombro, la última bola, el último baile, que sus dones mágicos demoran una y otra vez con asombros reiterados. Y ya anda por los 37.

Antes o después, Leo superó todas las barreras que tuvo por delante.

Como un Caupolicán de los estadios, aquel indígena de los pueblos originarios, símbolo de la resistencia al conquistador español, que Rubén Darío recreó en la poesía que lleva su nombre, en versos memorables sobre la ceremonia que lo ungió cacique, previa prueba de pasar toda la noche con un tronco de árbol sobre su hombro: “Es algo formidable que vio la vieja raza:/robusto tronco de árbol al hombro de un campeón/salvaje y aguerrido. Cuya fornida maza/blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón/Anduvo, anduvo, anduvo. Lo vio la luz del día/lo vio la tarde pálida, lo vio la noche fría, y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán/”!El Toqui, el toqui!”, clama la conmovida casta./Anduvo, anduvo, anduvo. La Aurora dijo basta/e irguióse la alta frente del gran Caupolicán.”

“¡El Toqui!” era el grito de “¡El Jefe”!, la aclamación de la tribu para acompañar a Caupolicán en su coronación como cacique. En lenguaje futbolero de hoy, sería El Capitán, digamos. El que aguantó todo hasta demostrar la grandeza que tenía dentro de su corazón de fuego y de su pecho caliente. Y que seguramente aguantará un tiempito más. Cronos se puede dar el lujo de sentarse en la tribuna y ver el juego que aún falta. Cuando ese día llegue, le agradeceremos a Leo, el eterno, habernos preparado para las lágrimas del adiós con su llanto desconsolado de la noche final de la nueva Copa.



Fuente Clarin

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