Hay música en el estadio Matmut Atlantique de Burdeos y en la pantalla gigante una dance cam. Los hinchas bailan, entonces, mientras un animador arenga desde un micrófono y flamean las banderas rojas, blancas y azules. En el aire hay olor a comidas rápidas. Adultos mayores, que son muchos, se sacan fotos con los que parecen sus nietos. Así es el clima que si vive en las tribunas en la previa del partido del morbo. Es totalmente distinto a lo que se ve domingo a domingo en todas las canchas de nuestro país.
En horas de la mañana y de la tarde no hubo indicios de que en este lugar se jugará el partido más esperado de los Juegos Olímpicos. Para los habitantes de Burdeos fue un viernes como los demás y apenas se observaron un par de camisetas de equipos argentinos recorriendo las calles de la ciudad del vino y que desde 2007 fue declarada como patrimonio mundial de la Unesco por su conjunto urbano excepcional.
La belleza de Burdeos es apabullante y desespera porque no se puede dejar de mirar a todo momento. Y ese ir y venir constante de la vista puede llegar a marear. Lo que impactan son los enormes edificios (Catedral de Saint-André, Gran Teatro, Palais Rohan, el Gran Hotel de Bordeaux, entre otros) que se levantan en el centro, algo así como si a lo largo de varias cuadras se acumularan varias estaciones de Retiro o de Constitución. Además, entre una construcción y otra existe bastante aire que permite el ingreso del sol y del viento. Así, caminar por los empedrados de Burdeos es relajante. Especialmente porque, se repite, no hubo clima de partido caliente en la previa.
Para entender un poco porqué Burdeos es la capital mundial del vino alcanza con decir que acá se envasan cerca de 700 millones de botellas por año. Más: son 120.000 las hectáreas dedicadas a la industria vitivinícola. Y una peculiaridad: el restorán Big, ubicado en la rue Saint Remi, ofrece una carta de una hoja para la comida y de nueve para la bebida.
Ya en la cancha, las afueras del estadio se parecen más a un festival que a un partido definitorio de fútbol. Una DJ pasa música mientras que los miles hacen largas colas para comprar un refresco o algo para comer. Hay una canchita improvisada en donde los niños juegan. En su mayoría, es un público de 50 años el que llegó a ver el juego. Y hay ambiente de familia.
¿Argentinos? Muy pocos, como en cada uno de los juegos de este torneo. Se armó un banderazo en el centro de la ciudad y desde ahí se acercaron todos en tren. “Me llamo Lucas Villaruel y me dicen Peluca. Vine a París a sacarme una espina porque estuve un año trabajando para ir a la Copa América y me estafaron”, dice el chubutense Peluca. Y sigue: “Estoy haciendo el aguante como puedo, durmiendo en las estaciones o afuera de los estadios. En Lyon, para el partido contra Irak, me tiré en el estadio y en un momento que me dio frío me puse cerca de un motorcito que largaba calor. Ahora no tengo entrada, pero tengo esperanzas de encontrar alguna”.
Otra cuestión totalmente distinta a lo que se vive en Argentina fecha a fecha es el ingreso. Las largas filas de dos se prolongaban por 100 metros sin que nadie se impaciente o se adelante.
Igual, cuando se llene, el estadio será una caldera porque los franceses vinieron a buscar su revancha. Y ya ago se percibió cuando Gerónimo Rulli salió a calentar: los hinchas dejaron el baile y silbaron con fuerza.