Su nombre y su rostro están anudados a «Un’estate italiana», la canción que inmortalizaron Edoardo Bennato y Gianna Nannini, y a aquellas noches mágicas que los italianos vivieron a mediados de 1990, hasta que el seleccionado argentino capitaneado por Diego Armando Maradona le puso fin a su sueño. A Salvatore Schillaci, quien está internado en grave estado en un hospital de Palermo (Sicilia), aquel Mundial lo convirtió en una superestrella. Fue la cumbre de una carrera plagada de altibajos y que su protagonista nunca terminó de disfrutar por completo.
Aquel centrodelantero que suplía su físico menudo con velocidad e inteligencia para estar en el lugar correcto en el momento adecuado pasa sus horas en el Departamento de Neumología del Hospital Cívico de la capital siciliana, donde está siendo tratado luego de que se agravara su estado de salud. Hace dos años, al exfutbolista le había sido detectado un tumor en el recto que inicialmente era local y luego se transformó en metastásico, por lo que debió someterse a dos operaciones.
Desde que se conoció la noticia, las muestras de afecto han sido muchísimas. Ello no resultó llamativo, ya que Totò es un personaje muy querido en Italia. Su figura se ha mantenido incólume pese a que lleva 27 años alejado del fútbol profesional. “Todavía siento el cariño de la gente. Si me quieren, no es solo por lo que hice dentro de la cancha, sino también fuera. Hay jugadores de talla mundial que son unos imbéciles. Yo entré en el corazón de los italianos por mi comportamiento. Soy una persona normal, no soy falso, los hinchas lo saben y me aman por eso”, aseguró en 2020.
Antes de convertirse en esa estrella todavía reconocida y admirada, Schillaci atravesó una vida con matices homologables a los de muchos futbolistas argentinos de su época, más allá de la distancia geográfica. Nació el 1 de diciembre de 1964 en Palermo, con solo siete meses de gestación y 800 gramos de peso; se crió en el barrio Cep, uno de los más ásperos de la ciudad, y pasó su infancia jugando al fútbol en la calle.
“Recogíamos dos buenas piedras, hacíamos los arcos y jugábamos horas. Fijábamos una cantidad de goles y si no llegábamos a ese número, el partido no terminaba. Entonces jugábamos hasta la noche. A menudo venía mi padre y me tiraba de las orejas porque no había vuelto a casa”, contó en una entrevista en 2011. “Jugábamos contra otros barrios y eran partidos memorables, auténticos derbis a muerte. Jugábamos por 5.000 liras, que en esa época era poca plata. Nos peleábamos y corríamos como locos para llevarnos el dinero a casa. A menudo había trifulcas por goles inventados”, añadió.
A los 11 años, se incorporó a las divisiones formativas de Amat, un club que pertenecía a la empresa municipal de transporte público de la ciudad y que participaba del Campeonato Interregional (la actual Serie D). En paralelo, trabajaba de lo que podía para aportar a la economía familiar que sostenía su padre albañil: fue asistente de panadero y de gomero, repartidor de vino, verdulero y vendedor ambulante. Recién pudo dedicarse plenamente al deporte cuando Messina lo contrató en 1982, cuando tenía 17 años.
Con el Giallorosso siciliano, al que se sumó cuando jugaba en la Serie C2, logró dos ascensos: en las temporadas 1982/83 y en la 1985/86. En la campaña 1988/89, dirigido por el checo Zdeněk Zeman, fue el goleador de la Serie B. Con esos 23 tantos llegó a 77 en 256 encuentros, marcas que lo convirtieron en el jugador con más presencias en el Messina y en el segundo anotador histórico del club (solo lo supera Renato Ferretti con 89).
Esos goles llamaron la atención de Juventus. Eran tiempos de equipos plagados de estrellas: Napoli tenía a Maradona, Careca y Alemão; Milan, a Ruud Gullit, Marco van Basten y Frank Rijkaard; Inter, a Lothar Matthäus, Jürgen Klinsmann y Andreas Brehme. Sin embargo, el club más importante de Italia apostó por un futbolista del ascenso. Y Schillaci pagó. En su primera temporada, en la que la Juve ganó la Coppa Italia y el Copa de la UEFA, convirtió 21 tantos en 50 partidos y duplicó a cualquiera de sus compañeros (Pierluigi Casiraghi lo siguió, con 10).
Su rendimiento en el segmento final de esa temporada terminó convenciendo a Azeglio Vicini de incluirlo en la lista final de 22 hombres que disputarían el Mundial de 1990. Hasta entonces, el delantero solo había participado en un amistoso con la Azzurra: el 31 de marzo de ese año en la victoria 1 a 0 sobre Suiza en Basilea.
Schillaci inició como suplente el primer encuentro de ese torneo, frente a Austria en el Estadio Olímpico de Roma: el acompañante del intocable Gianluca Vialli fue Andrea Carnevale. “Cuando estaba en el banco, esperaba que Carnevale no convirtiera. No me avergüenza decirlo”, admitió Totò muchos años después. Con el duelo 0 a 0, Vicini lo mandó a la cancha. Cuando ingresó, el reloj marcaba 74 minutos y 29 segundos. Ciento noventa y cinco segundos después y luego de un centro desde la derecha de Vialli, el hombre llamado a ser héroe se elevó entre los zagueros Kurt Russ y Robert Pecl, cabeceó a la red y le dio la victoria a los suyos.
Fue la primera noche mágica de Schillaci en ese torneo, en el que también aportó para las victorias ante Checoslovaquia en el grupo A, frente a Uruguay en los octavos de final y contra la República de Irlanda en los cuartos. El atacante siciliano también marcó el gol en la semifinal ante Argentina que parecía encaminar a los locales al duelo decisivo, pero el majestuoso Maradona, la cabeza de Claudio Caniggia y las manos de Sergio Goycochea frustraron el sueño en Nápoles.
En el partido por el tercer puesto, Schillachi convirtió el tanto que selló el 2 a 1 de aquel equipazo italiano ante Inglaterra. Fue de penal y gracias a Roberto Baggio, con quien fraguó una gran dupla dentro de la cancha en ese torneo y una poderosa amistad fuera del terreno que perduró hasta hoy, a pesar de algún chispazo. “Robi tomó el balón y me dijo: ‘Convertí y ganá el título de máximo goleador’”, contó el delantero. Efectivamente, con ese grito llegó a seis y fue el máximo anotador del certamen. Además, fue el segundo mejor jugador del torneo, solo superado por Lothar Matthäus.
Con el final de la Copa del Mundo, la estrella de Totó en el seleccionado se fue apagando rápidamente. “Después del Mundial fue difícil a nivel mental porque solo un año antes de llegar a la Juve jugaba en la Serie B con el Messina. De repente, todos me conocían. Si alguien me hubiera dicho que me pasaría algo así, me habría reído. En cierto momento te detenés y te preguntás: ‘¿Es cierto todo lo que pasó?’. Y toda esta presión se vuelve pesada. No estaba acostumbrado a manejarla”, admitió años después.
Tras aquel torneo en el que había deslumbrado, su permanencia en la Azzurra duró apenas 15 meses más. El 12 de octubre de 1991, estuvo sentado en el banco visitante del Estadio Central Lenin de Moscú y no jugó siquiera un minuto en el partido que Italia empató 0 a 0 con la Unión Soviética por la clasificación para la Eurocopa de 1992. Sin saberlo, se estaba despidiendo del combinado nacional, para el que disputó solo 16 partidos y marcó 7 tantos.
El ocaso en el seleccionado estuvo asociado al declive de su rendimiento en Juventus, donde convivía con dificultades no directamente relacionadas con el fútbol. En Turín era víctima de agresiones (incluso de los hinchas de la Vecchia Signora) por su origen: lo llamaban «terrone» (un término despectivo utilizado en el norte de Italia para atacar a los sureños y, especialmente a los sicilianos), «mafioso» y «ladrón de neumáticos». Para colmo, la separación de su primera esposa, Rita Bonaccorso, se convirtió en tema central de la prensa rosa, sobre todo cuando se hizo pública la relación que ella mantenía con el mediocampista de Milan Gianluigi Lentini.
“El club sabía que había problemas en mi matrimonio, pero no quería que yo me separara. Yo llevaba ese tormento al campo de juego. Y eso terminó influyendo en ciertas decisiones. Cuando compraron a (Gianluca) Vialli, me tuve que ir”, explicó. A mediados de 1992, tras jugar 90 partidos y convertir 26 goles con la camiseta bianconera, partió a Milán para incorporarse a Inter. Allí tampoco le fue demasiado bien: en dos temporadas, disputó solo 36 encuentros y anotó 12 tantos.
Con solo 29 años y todavía con su aura a cuestas, Schillaci dio un golpe de timón impensable: a mediados de 1994, se convirtió en el primer futbolista italiano en jugar en la novel liga japonesa, que se había creado dos años antes. Durante tres años y medio representó al Júbilo Iwata, con el que participó en 91 encuentros, hizo 58 goles y fue campeón de la temporada 1997.
Al terminar esa campaña y apenas unos días después de haber sido elegido concejal del Ayuntamiento de Palermo en representación de Forza Italia, el partido de Silvio Berlusconi (nunca ejerció el cargo), el delantero anunció el final de una carrera que se había convertido en un lastre. “La pobreza la superé, la fama la sufrí. Yo no quería ser famoso, quería jugar al fútbol. Mi vida cambió sin que yo cambiara. Entre los 17 y los 34 años, nada fue normal. El fútbol me sacó de apuros, pero se llevó mis mejores años”, reflexionó en 2014, cuando presentó su autobiografía El gol lo es todo.
Ya retirado, Schillaci regresó a su ciudad natal y en 2000 abrió una escuela de fútbol para niños y adolescentes en el centro deportivo Louis Ribolla, donde él había jugado para el Amat. “Adoro Palermo, es una ciudad que ofrece muchas cosas hermosas y me molesta mucho verla asociada solo con la criminalidad. Hay que invertir en los barrios, sacar a los jóvenes de las calles. Quiero devolver algo de lo que la ciudad me dio”, justificó su decisión.
El exjugador también se insertó en el universo de la televisión: intervino en varios programas deportivos, actuó en un capítulo de la serie Squadra antimafia – Palermo oggi y participó en algunos reallity shows. Su último aporte fue en la 10ª temporada de la versión italiana de Beijing Express: como mochilero, viajó por India, Malasia y Camboya. Lo hizo después de someterse al primer tratamiento contra el cáncer rectal y junto a su actual esposa, Barbara Lombardo, una dentista y exmodelo 10 años menor que él, con quien se casó en junio de 2012.
Lombardo ha sido el pilar sobre el que Schillaci se ha apoyado para atravesar estos últimos meses tan complicados. “Yo no quería salir, estaba deprimido, sufría, tenía dolores. Ella siempre estaba ahí. Un día me agarró del pelo y me dijo que recuperara mi vida. Ella es una guerrera, me mantuvo en pie”, contó en marzo de 2023, en una entrevista que brindó para promocionar el lanzamiento de Beijing Express.
En esa entrevista, el exdelantero recordó cómo se había sentido cuando recibió el primer diagnóstico: “Se me cayó el mundo encima. Entré en depresión y tuve miedo de morir. Todo me vino a la mente, pero afortunadamente esta desagradable enfermedad fue extirpada. Ya no tengo recto ni esfínter. Pero entre morir y tener estos problemas, es mejor tener estos pequeños problemas. Me siento bien y me gustaría seguir viviendo”. Un año y medio después, la salud del héroe italiano en el Mundial de 1990 está en jaque nuevamente.