«¡Joder!». Joan Manuel Serrat lo llevó a la habitación de hotel donde se hospedaba de paso por la Argentina, lo sentó y le dio una bofetada de realidad: «De esto no te vas a morir, nene».
Miguel Ángel Russo, que tantas veces se había estremecido con la voz del poeta del Mediterráneo, sintió que presenciaba una cátedra personalizada sobre cáncer, que había esperanza, que las seis letras más temidas no eran necesariamente una sentencia de muerte.
«Tuve tres veces cáncer y aquí estoy«, escuchó en un cinco estrellas porteño de boca de «El noi del Poble-sec». Serrat había sido operado de vejiga en 2004, de un nódulo en el pulmón en 2010 y en 2013 enfrentó una recaída.
Meses antes de aquella charla de 2018 en que «El Nano» prendió la luz, «Miguelo», el rey del bronceado, al que de joven apodaban Marcelo Mastroianni, no había visto venir a ese camión con acoplado que fue el diagnóstico relacionado a su vejiga y luego a la próstata.
La enfermedad avisó en el baño de un restaurante colombiano, en épocas en que dirigía a Millonarios de Bogotá. Mientras orinaba, notó un sangrado, fue a ver al médico y el técnico que le hacía el estudio fue brutal: «Usted tiene cáncer».
Ahora, siete años y dos operaciones después, recuperado y luego de su rol de entrenador de Alianza Lima, Cerro Porteño, Boca Juniors, Al Nassr (del fútbol saudí) y Central, sigue espantando al fantasma a pura pizarra.
Su llegada a San Lorenzo para reemplazar a Leandro Romagnoli tiene sabor a revancha, a operativo «cabeza ocupada». Su segundo ciclo en Boedo sigue la regla de «a menor sobre-pensamiento, mayor calma». Russo dirige y parece fortalecer su sistema inmunológico. Su manual de táctica y estrategia es el ungüento mágico, enfocarse en Iker Muniain y compañía es el arma que exorciza espectros.
«Se cura con amor», repite como un mantra que extiende a las conferencias de prensa. En un ámbito de guapos en el que los jugadores se citan en Segurola y Habana y la masculinidad se reafirma en la dureza, Russo llora, se muestra vulnerable sin vergüenza.
Detrás de lo que llaman la sonrisa de Duchenne, esa forma de sonreír que produce efecto de pata de gallo al costado de los ojos, hay un hombre capaz de salir de una quimioterapia y a las horas levantar una copa con Millonarios.
Quizá él no sepa todo lo que está enseñando mientras dirige o mientras habla de lo que es tabú. Cuando lo vemos en el banco está dando un mensaje más allá de esa escuela de alfileres. Nos dice lo mismo que sermonea Serrat, que «el cáncer no es democrático».
También nos educa Don Russo en lo que está mal: hablar de gladiadores, de lucha, de héroes. Porque no gana quien quiere o quien le pone más actitud y sacrificio. No siempre se pierde porque no se ha combatido lo suficiente.
Revuelve en viejas lecciones cuando necesita encontrar la paz. Se apoya, por ejemplo, en las enseñanzas de Eduardo Luján Manera en esos días en que la vida asfixia y el camino de salida no es tan obvio.
Aquel marcador de punta y entrenador pincharrata le enseñó en el momento justo que algunos mazazos parecen el final, pero son apenas zigzagueos para entender que el camino no siempre es en línea recta.
Aquella vez en que Russo recibió la noticia de que no formaría parte del plantel del Mundial ’86, Manera aprovechó una caminata desde la Casa Rosada hasta Flores para aconsejarlo. Miguel arrastraba desde hacía años una osteocondritis. En la previa de México, una caída en la bañera terminó en operación y los tiempos de recuperación lo sacaron del sueño de la Copa del Mundo. «No se detiene el mundo», le enseñó Eduardo.
En su proceso hacia la cura del cáncer, Miguel Ángel recordó esa caminata, ese concepto de que «es imposible bajarse del mundo, hay que seguir andando» y recordó también la cara de tristeza de Carlos Bilardo cuando le dio la mala noticia. «El tiempo se encarga de hacernos entender».
El que habla de sentimientos
«Está perfecto de salud y ya no habla de eso. La charla es su fuerte, la palabra, apela a la larga conversación con jugadores y trabajadores del club», explica alguien de su entorno.
«Su alegría en las prácticas trajo un aire fresco al plantel después de la apretada de La Butteler, la barra brava de San Lorenzo, que horas antes de que asumiera Russo se apareció en la práctica», suma esa fuente.
Hay alguien fundamental en la construcción primera de Russo, en esa templanza con la que toreó los altibajos de salud. Es la nona María, nacida en Capri, a quien nombra permanentemente, esa mujer que se aseguraba de dejarle una herencia cultural, un colchón de experiencias formativas.
Con ella asistía al Teatro Colón, a exposiciones de pintura, a tomar el té en Harrods Gath y Chaves. Después, volvía a Villa Diamante, se enchastraba en potreros, olvidaba lo aprendido sobre Caravaggio y Botticelli. Algo de todo eso quedaría atrapado entre fango y goles.
También está hecho de ausencias y agujeros afectivos ese al que Diego Maradona le ablandaba las naranjas en las concentraciones de la Selección, a puro jueguito. Todavía llora en público cuando cita a su padre, a quien perdió antes de los cinco años.
Siente una espina en el cuerpo: el hecho de no tener recuerdos de su papá, de no saber si alguna vez jugaron juntos al fútbol.
La vida lo compensó con una familia numerosa. A su hermano menor se sumaron otros seis, producto de un nuevo matrimonio de su madre años después. Su núcleo hoy está compuesto por Ignacio, su hijo, su hija Natalia, un nieto (Pedro), Mónica, su mujer, Lautaro (el hijo de ella) y hasta el apoyo anímico de Helena, su ex.
El día que el DT que fue campeón con Vélez Sarsfield, Millonarios de Colombia, Boca Juniors y Central recibió un consejo de Serrat nació una amistad que se mantiene por mensajes de texto. «El mundo cambió, hay grandes avances contra la enfermedad», lo tranquilizó aquella primera vez Joan Manuel.
Ahora rumbo al entrenamiento, cuando suena en la radio Hoy puede ser un gran día y Serrat remarca «duro con él», la sonrisa digna de publicidad dental de Miguel se estira hasta la sien.