“Si no fuese por el fútbol sería un borrachito de pueblo”, me diría Hugo Orlando “El Loco” Gatti en lo que fue presentada en una cantina de La Boca como su autobiografía “Yo, el único”, que en verdad escribiera quien firma esta nota en los primeros tiempos de su carrera periodística, allá por octubre de 1977, al calor de los recuerdos primeros de la época campesina del ídolo de Boca en los pagos de Carlos Tejedor.

Aquellas páginas fueron un tributo a quien había sido uno de los dos ídolos futboleros de la infancia, junto a Luis Artime padre, paridos ambos en Atlanta, el club de mis amores y disgustos, a partir de la madurez más de los segundos que de los primeros. Sin embargo, con triunfos memorables ante los equipos grandes, sobre todo Boca y River, aquel Atlanta dirigido por Osvaldo Zubeldía, llenaría de júbilo el tiempo en que los únicos sueños dignos de ser soñados galopaban en una pelota de cuero. Mi firma no figura en los créditos de la biografía: en aquella época, los periodísticas, en particular los deportivos, no éramos protagonistas de nada, sino simples narradores de los partidos que veíamos o de las historias de los futbolistas.

Que uno sepa, “Yo, el único” es el único libro que evoca cosas que Gatti nunca contó, en particular sobre su infancia campesina y la relación con sus viejos, don Pedro Gatti y su mamá, Mercedes Caire, en un hogar con otros seis hermanos: tres mujeres y tres varones, casa con pasillo largo y fondo con gallinas, conejos, pavos y cerdos. Era frecuente los fines de semana o en épocas de campaña política ver en “lo de los Gatti” muchos invitados por el jefe del clan, un radical yrigoyenista, a quien le gustaba asar costillares a la parrilla y, de paso, discursear sobre política, con la panza llena y el corazón y la palaba encendidos. Era una familia campesina que vivía sin privaciones, trabajaban la tierra con buenas maquinarias que generaban ingresos suficientes para sostener una tribu numerosa, en la cual Hugo era el menor y más mimado.

Ya de grande, el Loco amaba tostarse al sol y disfrutaba con picardía que Nacha cruzara alguna de sus guarradas con un reto fingido: “¿No ves? … ¡Sos un campesino!”. Cada vez que podía, escapaba del departamento de Belgrano Residencial y se refugiaba en la casona de las Lomas de San Isidro, tirado sobre el césped a la sombra de algún árbol en el ritual de la siesta. Allí escuchaba el canto de los pájaros y protegía las flores de las brigadas de hormigas al acecho. Quizá fue así, nomás, el Loco de la larga fama era un campesino sencillo, pero capaz de regar de felicidad las canchas y quitarle dramatismo al fútbol.

Lo del “borrachito de pueblo”, predicción fallida que nunca afectaría su vida profesional, se le ocurrió en una de las tantas conversaciones que teníamos para darle forma a su biografía, mientras bebía con deleite una copa de vino blanco helado (Castel Chandón, su preferido de aquel entonces), en almuerzos sin apuros en una parrilla de la calle Alvear y el río, en la ribera norte de Martínez, con una mesa abundante en achuras, vacío y entraña, su corte preferido. Era carnívoro, de buena mesa y un organismo privilegiado, que no necesitaba de dietas especiales para desarrollar su cuerpo de atleta futbolero: alto, flaco, algo desgarbado, de piernas larguísimas, puro músculo, una de las claves de su capacidad para desempeñarse en el arco.

Es cierto que un poco de alcohol lo estimulaba. Cierta vez me contó que en el memorable triunfo por 1-0 de la Selección de Menotti ante la URSS (gol de Kempes, debut de Passarella) jugado en Kiev, bajo la nieve, y con el termómetro varios grados bajo cero, protegido con calzas de lana y gorrito, se auxilió con una petaca de whisky escondida detrás de uno de los postes: “Delincuente, escúchame esta. Me la tomé toda y jugué el mejor partido de mi vida”. Le gustaba decirle “delincuente” a la gente que apreciaba. Rarezas de loco, propias del Loco.

De muy pibe lo llamaban “El Chita”, por la mona de Tarzán: en un garaje del pueblo imitaba con sus amigos a los artistas de circo, el gran acontecimiento anual que disfrutaba toda la comunidad y uno de sus amigos, al ver sus movimientos simiescos, propios de la altura poco frecuente en un chico, le disparó: “Parecés Chita”, le dijo y allí quedó el apodo, que en Buenos Aires y, ya en el mundo del fútbol, recrearía por uno más feliz, propio de su ingenio y creatividad para ocupar el arco, puesto que detestaba. Y pasó a ser, simplemente, El Loco para todos. “El más grande”, para él. Polémico, tímido y a la vez showman, ocurrente tiempo completo, reivindicaría la figura mal vista del arquero ya desde la infancia, cuando el gordito iba siempre al cadalso del arco: “En el puesto de los bobos, yo soy el más vivo”. Y vaya si cumplió: fue uno de los más grandes arqueros del fútbol argentino de todos los tiempos, en un podio compartido con El Pato Fillol y el Dibu Martínez.

Dejó un legado enorme, más allá del orden en que se lo quiera ubicar: fue el gran difusor de un estilo, que había alumbrado con el inmenso Amadeo Carrizo, gran ídolo de River de los años 40, 50 y 60, y continuado por Néstor Martín Errea, su antecesor en Atlanta, club en el cual Gatti había debutado a los 17 años con suerte esquiva: 0-2 ante Gimnasia en La Plata, club en el que también brillaría.

Hugo Gatti y su familia, en los años 80.Hugo Gatti y su familia, en los años 80.

Su polémica con Fillol fue en parte estimulada por los medios y por la lengua larga del Loco, pero no se llevaban tan mal como parecía. Aunque alguna vez pasaron por tribunales por la lamentable frase de “Fillol es una papa hervida”. Me la dijo en uno de los últimos reportajes que le hice y después de tres advertencias: “Loco, mirá que estoy trabajando y esto es un reportaje. Está grabado”. “¿Y qué querés que le haga? …si es una papa hervida”, dobló la apuesta. Al margen de la anécdota, la “batalla cultural” del arco y el estilo de arqueros la ganaría Gatti, aunque el Mundial 1978 consagró a Fillol como el mejor. Hoy, los arqueros en todo el mundo no atajan como el Pato. Atajan como el Loco.

Fue en mi departamento de dos ambientes de recién casado donde Nacha Nodar, ex modelo, amor de su vida y mamá de sus dos hijos (Lucas Cassius, por Clay, y Federico) contó que estaba embarazada del primero de sus hijos con el arquero ídolo. Las náuseas y los malestares propios de los primeros síntomas la privaron de la reunión social. Pidió permiso para reposar en la habitación y se perdió una mesa de quesos de todo tipo y vino blanco heladísimo. El Loco comió y bebió por los dos. Brindamos por el hijo que vendría con una Copa América debajo del brazo, la primera de Boca en su historia: él fue el gran héroe de esa conquista al atajar en el desempate por penales el remate de Lázaro Vanderlei, del Cruzeiro.

Enferma, Nacha se fue en junio pasado. Hugo Gatti, su gran amor, acaba de morir, aunque, alguna vez, uno había pensado que los ídolos vivirían para siempre. El Loco no murió por la caída, la operación, el virus hospitalario o la neumonía bilateral. Sabiendo la devoción que sentía por esa mujer bellísima, que fue la gran equilibrista de su vida, uno diría que, simplemente, dejó todo y se fue a buscarla.



Fuente Clarin

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