Hay un lugar reservado para los restos de Diego Maradona. Está en el epicentro de Buenos Aires, rodeado de símbolos que dan cuenta de qué está hecha la Argentina. En una explanada sobre el Paseo del Bajo se puede adivinar una estructura de cristal, como la pirámide del museo del Louvre pero en forma de rectángulo, detrás de un vallado de obra amarillo del Gobierno de la Ciudad.
Está detrás de la Casa Rosada, justo antes de cruzar a la Argentina que se erige entre las torres de Puerto Madero, a un costado del edificio Libertador. El lugar pasa desapercibido entre los peatones que lo cruzan, no así para personas sin techo que lo eligen como refugio.
Uno duerme sobre un colchón, en un rincón, entre el cantero y la sombra que da el árbol que crece abajo, junto a los cimientos en los que se levanta el edificio al que se accederá por la cúpula. Del otro lado, donde están los ascensores que llevarán a los visitantes al mausoleo, el sol de primavera pega fuerte y el olor de la orina impregnada en el cemento hace que los peatones apuren el paso.
El Tribunal Nro 3 de San Isidro que lleva adelante el juicio por la muerte de Maradona, le concedió a los hijos el pedido de traslado del féretro al «M10 Memorial» un mausoleo construido por la Corporación Puerto Madero que hoy luce abandonado.
Ahí estará Maradona, a pasitos de la Rosada, donde festejó con la Copa del Mundo en 1986 con el presidente Raúl Alfonsín, en el mismo balcón desde el que cuatro años después saludo a la gente que recibió al plantel que perdió la final de Italia 90, invitado por Carlos Menem. Fue más famoso que esos y el resto de los presidentes y probablemente lo siga siendo, aun después de haber sido velado en esa misma casa de Gobierno, donde entonces tenía su despacho Alberto Fernández.
La construcción tiene el color del concreto, igual que la explanada que corta el gris con la dirección puntocom de Puerto Madero, sitio en que se destacan los arquitectos y artistas que contribuyen al proyecto urbanístico, pronto a incorporar un punto turístico de interés mundial.
Al bajar desde la explanada por la escalera de ingreso principal o los ascensores del costado se llegará al mismo lugar, un salón que parece estar en un subsuelo pero que en realidad estará al nivel del mar. Son dos espacios grises, que están en obra. En el más grande se presume que estará instalado el museo con las pertenencias del 10. En el otro, el más pequeño, se ubicarán los restos del astro.
Hoy no hay nada. La única referencia futbolística la da una pegatina de Colo-Colo en una de las barandas. A unas cuadras, del otro lado del Puente de la Mujer que cruza el dique, están las oficinas de la Liga Profesional.
Lo único que alberga los salones -que se completan con sanitarios proyectados para el público, otros dos baños privados y una cocina- son cámaras de seguridad y un sistema de alarma, alimentadas con la única línea de electricidad que funciona. Las luces, todavía no se encienden.
Afuera, el pasto está alto y se acumulan residuos que tira la gente que no contempla los cestos. Antes, durante el día, había más movimiento porque había una oficina. A la noche, cuidaba un sereno.
Desde hace unos meses ya no hay reuniones en el M10 Memorial, aunque siempre hay gente vinculada al proyecto que llega para tomar medidas, revisar planos o cotejar cuestiones. En estos días, confirmada la llegada de Maradó, dos trabajadores custodian el terreno las 24 horas, alternando sus turnos. En su poder están las llaves de los candados y las cerraduras, y un listado con los nombres de las personas que pueden ingresar.
Se ven dos veces al día, cuando uno termina el turno y el otro lo comienza, a las 8 y a las 20 horas. Son los granaderos del mausoleo que todavía no tiene a Maradona.
A la noche es más tranquilo que durante el día y hay un código no escrito que en líneas generales se respeta: los que duermen en las inmediaciones no intrusan el lugar. Al no haber atractivos, tampoco hay curiosos. A lo sumo tienen que correr a algún youtuber «creador de contenido» que se filma haciendo parkour o acrobacias en patineta.
Los empleados de Seguridad hablan, pero prefieren el anonimato. Uno cuenta que le alcanza para vivir y que si no le alcanzara no podría tener otro trabajo, porque para ir y venir combina tren y colectivo suma dos horas a las 12 que ya trabaja. Otro marca su nivel maradoneano con un «uff», que encierra la magnitud.
Ahí está la última parada de Maradona, pegado «a los presidentes» y a pasitos de la oferta gastronómica en dólares que se encuentra en Puerto Madero, que bien podría configurar cualquiera de sus noches de caravana y despilfarro. Pero «ahí» también es el lugar donde trabajan dos de esos a los que Diego nunca le daría la espalda. Con todo, parece ser el lugar más adecuado para sus restos. Más cerca de la gente, lejos del cementerio.
Sin embargo ninguno de los trabajadores de vigilancia cree que su trabajo se convierta en uno soñado, en el que todos los días pueda ver la memorabilia de Maradona y estar cerca del cuerpo que lo contuvo. «Si lo traen al Diego a nosotros nos van a mandar a otro lado. Acá va a venir gente armada o la Policía. Hay que cuidarlo, más con todas las cosas que dicen que va a haber», admite uno de los guardianes de la nada.