En la extraordinaria travesía de Carlos Monzón como rey absoluto del prestigiado peso mediano hay obras cumbres que exceden la conquista del título a expensas del italiano Nino Benvenuti: por ejemplo, la perfecta obra de destrucción que consumó hace 50 años frente al cubano-mexicano José Ángel «Mantequilla» Nápoles en una carpa erguida en el coqueto Puteaux de París.
Allí, en la margen izquierda del Sena, en lo que unos años después sería el conglomerado de rascacielos de La Défense, el santafecino propinó a Nápoles una golpiza que duró seis rounds y forzó que el retador no se levantara de su banco cuando volvió a sonar la campana.
Abolida hoy la figura del «abandono» en nombre del más funcional «nocaut técnico», en realidad lo de Nápoles había resultado un abandono hecho y derecho consensuado con su técnico y manager Angelo Dundee.
Monzón venía de un 1973 opaco en el que en medio de un pleito revancha versus el estadounidense Emile Alphonse Griffith había estado a punto de irse del ring, aquejado por una repentina mezcla de cansancio y vacío, pero la posibilidad de saldar cuentas con «Mantequilla» había refundado su motivación y su impronta de destructor.
En rigor, la historia había nacido en marzo de ese mismo 73 en Maracay, Venezuela, cuando de regreso al hotel en compañía de un grupo de argentinos entre los que destacaba el mendocino Nicolino Locche -a quien Monzón había acompañado en su frustrado intento de recuperar la faja welter júnior frente al colombiano Antonio Cervantes, Kid Pambelé-, se produjo un grave incidente cuando un automóvil frenó de manera brusca y dos de sus cuatro tripulantes bajaron ametralladora en mano.
De evidente acento mexicano, los dos hombres apuntaron hacia Monzón al grito de «¡argentino maricón, ¿por qué no te le plantas a Mantequilla?».
Lejos de dar señales de temor, Monzón se abrió la camisa, ofreció su pecho y respondió: «El que saca un arma, que la saque para tirar. Si son tan valientes, tiren ahora».
Los mexicanos prosiguieron con los insultos y cuando Monzón redobló la apuesta, se quitó la camisa, la arrojó al suelo y se les acercó con gesto desafiante, subieron al auto y los cuatro tripulantes se alejaron prestamente del lugar.
Ya de regreso en el avión de Caracas a Buenos Aires, Monzón se acercó al asiento del promotor argentino y le dijo: «Tito. Hasta anoche no tenía ni idea de quién es ese Nápoles, pero si es tan bueno como dicen, quiero una pelea contra él. Cuanto antes».
En realidad, Nápoles era un boxeador brillante pero en dos divisiones menores a la de Monzón (era campeón del mundo welter, pesaba unos 67 kilos, mientras que el santafecino era un mediano natural, con 72 kilos y medio) y sin embargo no perdía oportunidad de proclamar una fácil victoria.
De hecho, en una entrevista concedida a la revista El Gráfico, el cubano-mexicano definió a Monzón como a un boxeador «lento y torpe» y trascartón aseguró que, llegado el caso, cinco semanas de entrenamiento bastarían para pasar a coronar en peso mediano.
El 9 de febrero de 1974, en el distinguido barrio de Puteaux, el célebre actor Alain Delon ofició de organizador del pleito e hizo montar una carpa que a la hora de la verdad lució repleta.
Y en rigor, la pelea fue pelea, pero solo en un sentido formal: Monzón redujo a Nápoles a la mínima expresión, a favor de su mayor alcance, de la eficacia de su tortuoso jab de izquierda y de potentes combinaciones de derecha, sea en gancho, sea en cross.
Cuando el cubano-mexicano fue a sentarse a su banco al terminar el sexto round, la historia ya estaba escrita: Monzón había sacado amplias ventajas en las tarjetas (tres, cuatro y cinco puntos) y el nocaut asomaba, era inminente, pero el entrenador Angelo Dundee retiró a su pupilo.
Monzón había consumado una actuación excepcional, a la sazón la segunda más lucida de su brillante carrera después de la noche de su coronación frente al italiano Nino Benvenuti (noviembre de 1970) y llegaba a su novena defensa exitosa, con un récord que por entonces registraba 82-3-9.
Nápoles, a su vez, pagó cara su osadía, quedó con una foja de 77-6 y no tuvo otra alternativa que volver a su división natural, el peso welter, donde hasta hoy mismo está considerado uno de los mejores exponentes de todos los tiempos.
Acaso el testimonio más ilustrativo de la legendaria pelea, de la que mañana se cumplirá medio siglo, fue difundido por el director técnico de Monzón, don Amílcar Brusa.
«Cuando íbamos hacia los vestuarios, se me acercó Angelo Dundee y me dijo: tu negrito es un campeón extraordinario. No se desordena nunca. Pega cuando va. Pega cuando retrocede. Si no se lo saco, me lo mata».