“Ahora mismo se terminó una etapa para mí. La etapa que yo me había marcado era hasta los Juegos Olímpicos y hoy se acaba esta etapa. Necesito volver a casa y, tras unos días de descanso, analizar cómo veo las cosas en frío. Ver las ganas que tengo, cómo siento las cosas, la fuerza interior que tengo para tomar una decisión u otra… y la tomaré cuando la tenga que tomar”.
Habían pasado apenas unos minutos de la despedida de sus últimos Juegos Olímpicos y Rafael Nadal no dudó al hablar. No dijo nada nuevo, en definitiva. Pero el tono que usó para sus palabras y, sobre todo, la mirada de Carlos Alcaraz parado a su lado, pleno de emoción, llevaron a pensar de inmediato que ese partido de los cuartos de final del dobles masculino en la Philippe Chatrier tuvo mucho de “último baile” para uno de los grandes tenistas de todos los tiempos y, sin duda, el mejor de canchas lentas y el máximo competidor de la historia de este deporte.
Injusta puede ser a veces la vida misma porque en la misma instancia del mismo torneo, quien dijo adiós definitivamente fue Sir Andy Murray, el que más y mejor les peleó (y les ganó) al Big 3 a lo largo de una carrera excepcional. Tuvo que empujarlo su compañero Daniel Evans para recibir la última ovación en Roland Garros.
Con Murray no se fue un jugador más. Porque fue número 1 del mundo, porque ganó tres Grand Slams y una Copa Davis y porque -y en tiempos olímpicos hay que destacarlo con letras doradas- es el único que defendió con éxito un oro olímpico al repetir en Río de Janeiro 2016 lo que había conseguido en Londres 2012. La suya fue una despedida esperada y al mismo tiempo amarga ya que también se quedó a un sólo triunfo de meterse en la pelea por las medallas. Tras 20 años en la elite colgó su raqueta dejando un recuerdo imborrable. Admirado y respetado por todos, con el británico también se va quedando vacía la mesa de un tiempo inolvidable en el tenis.