El objetivo era llegar, sin importar cómo. Había que estar antes de las 12 en el Centro Nacional de Tiro de Chateauroux para ver a Julián Gutiérrez competir en la final de la prueba de rifle de aire 10 metros de París 2024. El problema era que el auto que esta enviada compartió con un par de colegas no podía superar una barrera policial para seguir viaje porque el conductor no tenía acreditación ni entrada.
No había manera de convencer a los agentes de romper las reglas. Los minutos corrían, la desesperación crecía y llegó un momento en el que solo quedó una opción: bajarse y caminar (casi correr) esos últimos 2,7 kilómetros que separaban el bloqueo del polígono de tiro.
«No es tan lejos, ¿cuánto podemos tardar en llegar?», se preguntaron los argentinos. Por suerte las zapatillas no apretaban.
No fue tarea fácil. Con la mochila cargada hasta explotar, un sol implacable que hacía arder la cabeza y extrañar los nubarrones que habían oscurecido el cielo de París días antes, y el reloj corriendo cada vez más rápido, el recorrido se padeció.
Los carteles con indicaciones sobre cómo llegar al lugar de competencia brillaban por su ausencia. La ilusión se encendía cuando se veía a lo lejos un cuadradito rosado, el color oficial de la cartelería de los Juegos, solo para apagarse cuando al acercarse se notaba que no tenía ninguna información útil.
«¿Cómo puede ser que en ningún lado te explique cómo llegar? Esto es insólito», se escuchaba muy seguido, mientras la búsqueda continuaba.
El camino era un laberinto de calles y rotondas que mareaban. Un laberinto ubicado, casi literalmente, en medio de la nada (el polígono está a 10 kilómetros de la localidad de Chateauroux, alejado de la urbanización, y a casi 300 de París) y en el que cruzarse con un voluntario de los Juegos para pedir ayuda parecía misión imposible.
La tecnología tampoco ayudaba. Con la señal de internet que iba y venía -de nuevo, decir que está en el medio de la nada no es exagerar mucho- el GPS del teléfono se moría. Y cuando finalmente marcaba el camino, entre el cansancio por haber madrugado (la odisea arrancó en París a las 6.30, un sacrificio duro cuando se viene de una semana de dormir poco y mal) y la angustia de saber que Julián ya había empezado a tirar, era difícil de interpretar.
Encima, sin hablar francés, cuando aparecía un alma que detenía su camino e intentaba dar una mano, más de una vez hubo una indicación equivocada (o mal interpretada) que llevó a ningún lado.
Entre idas y venidas, caminatas para un lado y retrocesos sobre los propios pasos, y vueltas en círculos (en las rotondas, cuando no se sabía qué salida agarrar), esos 2,7 kilómetros originales se transformaron en varios más, al duro calor del mediodía. Pero se llegó. Con la respiración agitada, el rostro rojo como un tomate y una necesidad imperiosa de tomarse un litro de agua de un tirón -y un poco más tarde que lo esperado-, se llegó.
«¿Acá van a traer la sede? No se puede creer. Decime, ¿cómo hace la gente para llegar hasta acá? ¡No hay manera de de encontrar este lugar!», fue la opinión compartida por los periodistas argentinos cuando el objetivo ya se había cumplido. Al final, todo sea por contar una linda historia.