El fútbol, que nació en Inglaterra y se recrió en Huelva, España, conoció el domingo en Berlín una victoria que se parece al mundo que vivimos, en el que los emigrantes son parte legítima de los países, a pesar de que quienes se creen dueños de las esencias patrias les nieguen el pan, la sal y el agasajo que se les debe a los que viajan porque en su tierra de nacimiento sólo hay hambre, tristeza o miseria. Circunstancias que hacen que sus padres, o sus antepasados, crucen en pateras el mal océano en busca de un tiempo que no sea el hueco del mar o la miseria.
A lomos de esa bendita paradoja, futbolistas que se han criado en España, proviniendo de cualquier parte, españoles de lengua y de pasión, son ahora dos de los héroes nacionales de un deporte que hasta bien entrado el siglo XX se decía en inglés y que ahora se habla en cientos de lenguas, pero dribla en el español de España, de Uruguay, de Colombia o de Argentina.
En este caso, en el partido que dilucidó ayer la primacía europea del fútbol a favor del genio español, dos españoles hijos de emigrantes provenientes de África, el muy joven Lamine Yamal y su compañero Nico Williams, el primero centrando y el otro rematando, dejaron sin resuello a los ingleses y acabaron con lo que va quedando del imperio británico del balompié.
Los artífices de la victoria española son, pues, un chico cuyos padres vinieron a trabajar al País Vasco y uno que, como aquel, nació aquí y aquí se hizo. El primero es hermano menor de otro futbolista que se mantiene fiel a la nacionalidad con la que vinieron sus padres y juega con la selección de Ghana, mientras que el menor, el que adobó la victoria española ante Inglaterra, tiene la camisola roja con la que el domingo consolidó un modo de trabajar que parece el de un relojero suizo.
Aquel muchacho, Nico Williams, puso firme a los anglosajones, y llenó de miedo la numerosísima parte inglesa del estadio cuando dejó sin resuello al arquero inglés, que parece un gentleman despectivo. En la segunda oportunidad que hubo para que España vencieran a los ingleses, que habían empatado, fue el héroe actual del fútbol español, Lamine Yamal. Aquel chico que acaba de cumplir 17 años y que es la revelación (“el mejor jugador joven del campeonato”) de esta reválida extraordinaria de aquel niño que Lionel Messi bañó cuando no tenía ni meses, centró el gol decisivo y revalidó su aire de triunfador al borde de las lágrimas, peinándose para saber dónde demonios sigue teniendo una cabeza que parece ahora la de un beatle.
Lamal, que fue en todo momento la esperanza española que cruzaba el campo para amenazar al malencarado zaguero inglés, centró el gol que desempató la jornada, llenó de desolación a las huestes de Su Majestad británica y cumplió con lo que el rey de España y su hija habían pedido en sus declaraciones del descanso: “Que haya oportunidades”. Pues en el minuto tres de ese segundo periodo, cuando los ingleses se arremangaban para quedarse con el futuro, el niño al que bautizó Messi centró de modo que un vasco que venía como un obús introdujera el balón por donde se pudo.
Fue una lucha contra el fuera de juego, como los goles épicos. No se vio que el rey y su hija mostraran su regocijo, pero lo que pasó en las casas de España fue de un enorme vigor patriótico y Madrid, por donde yo vivo, se llenó de vibraciones que debieron sentirse, por ejemplo, en las tierras de donde provienen, por ejemplo, Nico o Lamin, así como en la periferia de la que vino Oyarzábal, el vasco que acabó con la esperanza con la que se movía en el campo el seleccionado inglés.
Cuando el árbitro dijo que ya se había acabado el juego en el seleccionado español lloraron como se llora en España, como de incredulidad. Perdió el origen del fútbol, ganó el que ahora interpreta su herencia. Ambos países, Inglaterra, España, son cunas del deporte más seguido. A los dos los asiste, de muy antiguo, la presencia en el campo de los que vienen de lejos y ya son parte del lugar en el que ahora celebran sus goles. Son suyos, es decir, son de su patria.